Lecturas varias
Control Z o «La intrincada historia del salto de una pulga».
Esa mañana Tito, el perro, criollo él, intentó lamerse de la forma habitual y en la parte habitual; como siempre lo hacía después de comer un bocadillo en la caneca de basura de la esquina de la cuadra. Pero se dio cuenta de que por algún extraño motivo no lo lograba. Su cintura había perdido flexibilidad y además se le había caído casi todo el pelo del cuerpo, y además su cuerpo ahora era diferente, y además su olfato ya no era tan agudo y preciso, y además era mucho más grande que nunca, y además ahora estaba en un lugar lleno de muebles y cosas que no sabía usar con esas extrañas patas que ahora tenía, y además a su lado había un gato que debería enojarlo, pero no, le causaba cierta ternura y eso era algo que no entendía. Era un sentimiento parecido al de la gente que hace dieta y ama comerse un chocolate pero odia no podérselo comer y que se odia a sí misma cuando finalmente se lo come, pero que en el fondo ama el habérselo comido. Tito, después de un largo rato, muy largo rato, al fin notó que se había convertido en «amo», en uno de esos que tenían los perros de familia.
Cuando Tito intentó ladrar y aullar desconsolado, el sonido que le salió fue del tipo de los que emite un mudo, algo ininteligible que no se parecía a su timbre de ladrido habitual, y que más bien se parecía al odioso grito que emitían los dueños de restaurantes segundos antes de que él tuviera que salir corriendo con el botín robado hábilmente del plato de algún desprevenido comensal.
¿Qué hacer ahora con este cuerpo humano? ¿Dónde habrá quedado el maloliente y pulgoso pero cómodo cuerpo de perro callejero que solía usar? Difíciles preguntas para Tito, quien antes tenía como máxima preocupación en la vida olerle la parte trasera a los asustadizos perros de las señoras más finas de la ciudad -que ponían la cola entre las patas y las orejas de para atrás cuando él los olfateaba con cierta prepotencia-; y que ahora se las tenía que ver con un «hardware» absolutamente extraño y disfuncional en su opinión.
Al salir a la calle, Tito volvió a sentirse a gusto por unos momentos. Claro, los humanos le abrían camino a su paso, tal como cuando pasaba empapado en agua sucia un día cualquiera, solo que esta vez la reacción era de escándalo, obvio, era entendible, porque no se ve a diario a un hombre de edad adulta gateando desnudo en medio de la multitud.
El escándalo aumentaba. Pronto la velocidad se convertiría en su vía de escape y pronto su instinto animal lo traicionaría, el mismo instinto que otras veces lo había salvado.
Un grupo de uniformados llegó corriendo con la mirada fija en Tito, el hombre que caminaba desnudo por la calle octava, y si hay algo que muchos perros y humanos tienen en común, es saber cuándo salir corriendo; así que Tito sin dudarlo emprendió la huida a toda velocidad, pero para desgracia suya, por un momento olvidó su nuevo cuerpo -«el instinto animal lo traicionaría»- y al llegar a una casa que tiene una de esas pequeñas entradas para mascotas en la parte inferior de la puerta principal, se lanzó con toda, y por supuesto, resultó estrellándose de la manera más aparatosa imaginable, perdiendo de inmediato el sentido.
Tres días después, en un hospital para mascotas, al fin Tito abrió los ojos y descubrió con fingida serenidad que una émula de poca monta de Paris Hilton era ahora su ama. Tito por algún extraño motivo se había convertido en un gatito blanco al que le habían pintado todo su pelaje de rosado y que tenía impregnado hasta el… (sí, hasta eso) de un penetrante olor a chicle morazul y para completar, tenía las uñas brillantes, muy brillantes, pulidas y con una espantosa escarcha dorada que le picaba en la lengua cada vez que sus nuevos instintos mininos afloraban contra su voluntad canino-humanoide.
Control Z.
Cuando Tito recobró el sentido tenía a decenas de transeúntes a su alrededor. Como pudo, salió corriendo al menor descuido de los policías que ya estaban desabotonados de la risa a pesar del charco de sangre que había formado Tito sobre el tapete de bienvenido de esa casa vacía, porque por extraño que parezca, el golpe fue tan extraordinario que hasta las más piadosas ancianas que pasaban por allí soltaron una carcajada ante el magullado e inconsciente cuerpo de Tito que yacía sumamente maltrecho contra la puerta del 20-12 del barrio Altos del rincón del recodo de los pinos de las colinas de la reserva de villa barrio, Villa Barrio para los vecinos. Al hacerlo, la única vía de escape que encontró Tito fue un pequeño puente sobre el río -muchas veces antes marcado territorialmente con la pata en alto por él mismo-, y en su torpe afán de escapar, los policías encontrarían un nuevo motivo de risa cuando lo vieron caer al agua de una manera que podría definirse como el antónimo perfecto e insuperable de la palabra «estético».
El agua formó de repente una corriente intensa que poco a poco terminó por hacerle tragar litros al confundido Tito, quien sin darse cuenta -una vez más- al terminar de ingerir esta exagerada ración del preciado líquido, fue a dar mansamente a la orilla del hasta ese día poco caudaloso río La Sancochera, sintiéndose muy ahogado y con una tremenda falta de oxígeno.
La única salida posible para remediar esta agónica situación era volver al agua, porque sólo así dejaría de contorsionarse erráticamente sobre las piedrecillas y sentiría el alivio que finalmente pudo sentir cuando sintió el agua rodear todo su escamoso cuerpo de bagre, que era en lo que se había convertido Tito en ese momento. ¿Un sinsentido para él? Ya no.
Nadar, nadar, nadar. Qué buena vida se estaba dando Tito. Pero como su vida parecía condenada a los imprevistos, su apetito voraz pronto lo llevó a convertirse en el casi futuro almuerzo de Don Pancra, el pescador menos respetado de todo el pacífico, quién esa mañana decidió amarrar un calcetín de su bebé de dos semanas de nacido a la caña de pescar como carnada, un último recurso para por fin poder atrapar algo y no tener que volver a trabajar como cajero de banco. Cabe aclarar que Don Pancra era cajero pero no de los de las ventanillas que todos conocemos, sino un ex-integrante de un conjunto vallenato, que al disolverse el grupo, terminó amenizando él solito las transacciones del que según su gerente, se convertiría pronto en el banco más feliz del país gracias a la inclusión de este tipo de cajeros en todas sus oficinas, una idea que sería el primer paso dentro de una serie de innovaciones sin precedentes que tarde o temprano deberían llevarlo a las portadas de las principales revistas de economía y farándula del planeta.
Sabrá Dios porqué Don Pancra pensó que la mediecilla era una buena carnada, y sabrá Dios porque a Tito se le dió por mandarle el mordisco a tan inesperada presa. La cosa es que esa misma tarde si todo seguía su curso normal, Tito estaría «al ajillo» pues sería adobado y consumido ávidamente por Don Pancra, sus 2 esposas y sus 6 hijas.
¡Pancrita les trajo pesca’o mujeres! Fue el grito que despertó a Tito de su sueño -en el que era un canguro bipolar-, y a la brevedad, más rápido de lo que él quisiera, el pobre bagre ya estaba sobre el lavadero viendo cómo las dos esposas traían sendos cuchillos para convertirlo en la cena. Pero sacando fuerzas de donde no tenía, Tito gritó en perfecto español: ¡Pancra tiene otra!
Atención mundo: ¡habló un pescado! Pero las mujeres (Ana y María) en vez de asombrarse porque un bagre les estaba hablando, empezaron a recriminarse: -¡tú tienes la culpa María por no ser cariñosa! -No, ¡tú tienes la culpa Ana por ser muy melosa! La pelea continuó entre estas dos hermosas morenas hasta que llamaron la atención de Pancra, quien estaba sorprendido de ver que sus dos esposas pelearan por primera vez en diez años, además estaba apenado porque doña Fernanda, la vecina desmemoriada andaba por ahí. «Esa vecina no recuerda nada pero lo que ve lo va repitiendo como lora», decía para sí Pancra.
Cuando Don Pancra se acercó, lo recibieron dos cachetadas sin mediar palabras: la de Ana, que fue con la mano derecha y sin soltar aún el cuchillo, pero sin llegar a cortarlo; y la de María, que fue agarrando el bagre de la cabeza y propinándole un golpe pleno en la mejilla con la cola de Tito, el bagre fluorescente.
Con las mejillas aún rojas y palpitantes, Pancra se quedaría sólo y pensativo sin entender el por qué de la situación, mientras que sus mujeres se enfrascaban alejándose durante kilómetros en una discusión que mareó aún más a Tito, quien permanecía todavía en la mano de una de ellas, bamboleándose al ritmo de las quejas que enfatizaba María con el fuerte movimiento de sus manos acusadoras que le daban más caracter a sus argumentos en contra de Ana.
«¡Pero si el pesca’o lo dijo!» Fue la frase que hizo reaccionar por fin en medio de su cuasi-pelea a las «Pancra Girls» -como eran conocidas-. Cayeron en cuenta intempestivamente de lo sucedido y gritaron muy desafinadas mientras corrían despavoridas de vuelta a los brazos del todavía cacheticolorado Pancra, dejando tirado a Tito que ya estaba perdiendo el sentido por falta de agua.
Control Z.
¡Pancra tiene otra! ¡Pancra tiene otra! ¡Habló el pescado! ¡Un pescado que habla! ¡Nos vamos a hacer millonarias!
-¿Qué pasó? Dijo Pancra por puro protocolo.
-¡Que el pescado dice que tienes otra! Pero no importa, ¡vamos a ser ricos! -¡Es mentiroso pero habla! -¡El bagre habla mi Pancra! -¡Hazme otra hija! -¡A mí también!
Tanto alborozo pronto se volvió llanto, porque por estar abrazándose, brincando, tomándose a dos manos la cabeza y planeando qué hacer con la fortuna que se avecinaba, no vieron que los restos de la media atascados en el interior del adorable bagre de ojos azules estaban acabando segundo a segundo con la vida de Tito, quien daba sus últimos coletazos sin poder decir al menos «auxilio». Ponerlo en agua de nuevo habría sido buena idea, pero la felicidad en ocasiones tiene la capacidad de anular lo que pasa a nuestro alrededor. Para bien o para mal.
Control Z.
Y ahí estaba Tito, empapado y humillado en medio del río. La gente que se acercó a la baranda a mirar lo que había pasado, sintió gran confusión cuando cada vez que Tito asomaba la cabeza en el agua para tomar una bocanada de aire salía algo diferente: primero salió el hombre, después un pez, después un gato y después un perro. «Esto sólo puede ser obra del demonio» decía una vendedora de riegos y pociones que pasaba por ahí.
La rotación de cabezas que salían a tomar aire continuó río abajo y fue el centro de atención hasta el momento en que dos helicópteros de los principales canales de noticias del país se estrellaron en el aire por estar peleándose la primicia del chupacabras -según los espectadores- que cambiaba de forma gracias a una supuesta maldición que pesaba sobre la Sancochera desde tiempos inmemoriales: una leyenda recién elaborada por el hombre más viejo del pueblo, el mismo que inventaba historias siempre que algo no encontraba explicación en Villa Barrio, lo cual le aseguraba «una palomita» en televisión cada cierto tiempo y jugosas recompensas de los empresarios que salían bien librados gracias a sus supersticiosas versiones de los escándalos más sonados de la región.
La ley de la compensación entonces se manifestó con una inmediatez pasmosa. Los dos helicópteros en llamas al perder el control volaron hacia el puente en su caída y se llevaron por delante toda la estructura, incluyendo por supuesto a los burlones espectadores y muy por supuesto a los gordos policías que murieron riéndose de ese karma instantáneo que se había manifestado ante sus ojos sin darles tiempo de reacción física, pero sí tiempo de entender esa especie de justicia poética que estaban sufriendo.
Por su parte, Tito estaba siendo blanco de cientos de espontáneos que desde lado y lado del río le disparaban sin contemplaciones. Niños, jóvenes, adultos, hombres y mujeres habían recibido de manos de un vendedor informal toda suerte de armas para eliminar a bala al desdichado fenómeno.
Más tarde se sabría que las armas eran un gentil regalo de la ex-esposa de Tito, el humano, una multimillonaria de gustos «exóticos» -por usar un eufemismo que alivie tanto mal gusto-, fanática de los gatos y de los objetos rosados, el mismo color de las ametralladoras que fulminaban al gato, al perro y al pez, mejor dicho, a Tito en todas sus presentaciones. La ex-esposa era en todo caso la que disparaba más ávidamente y la única que mostraba un grado de excitación casi sexual que la hacía gritar de placer cuando acertaba algún disparo en el cambiante cuerpo de Tito.
Control Z.
-¿Soy un amo? ¡Qué mal! ¿Será que si cierro los ojos y los abro de nuevo vuelvo a ser el mismo perro puerco, perezoso y pendenciero de la última vez?
Muchos lo saben: cuando uno cree profundamente en algo, se hace realidad. Tito lo logró. Cerró los ojos y al abrirlos ya no era humano. Bueno, Tito casi lo logra. Al abrirlos, Tito se había convertido en un precioso ornitorrinco de 7 colores. -Va otra vez. Tito cerró y abrió los ojos de nuevo; ahora era una ballena orca. Los abrió de nuevo. Ahora tigre de bengala morado. Los abrió otra vez. Ahora caracol de carreras. Y otra vez. Ahora cebra de rayas blancas. Y otra vez. Ahora mono tití bajo el efecto de antidepresivos. Y otra vez. Ahora oso hormiguero alérgico al polvo. Y otra vez. Ahora chigüiro punketo. Y otra vez. Ahora zapato izquierdo. Y otra vez. Ahora humano. -¿Otra vez humano? ¡No! Los abrió otra vez. Ahora humano. -¡No más! Y otra vez. Ahora humano. -¡Aaaaaaaaaaghhhhhh! Una vez más. Ahora perro, pero perro de porcelana. Oh, oh…
Tito ya no podía cerrar los ojos.
Pasó un año. Pasó una década. Pasó un siglo. Pasaron doce siglos y medio. La tierra ahora es un planeta muy verde con pocos habitantes humanos. Los primeros arqueólogos de esta era están sacando de entre la maleza lo que parece una construcción de vivienda primitiva. Y allí está Tito, la porcelana de perro tacita de té, pero no lo ven, Tito resulta pisoteado, roto y abandonado.
Control Z.
Esa noche Tito, el perro, intentó lamerse de la forma habitual y en la parte habitual; como siempre lo hacía después de comer un bocadillo en la caneca de basura de la esquina de la cuadra. Pero se dio cuenta de que por algún extraño motivo no lo lograba.
Control Z.
Recién casada. Nada podría arruinar ese día tan perfecto en la vida de Fernanda. Había logrado casarse con Tito, el hombre de sus sueños y lo único que le faltaba para completar su colección de criaturas, su mini arca de Noé privada.
No fue fácil, Tito se resistía a ser un Tito más en la vida de Fernanda. Ella como pudo lo convenció de que el hecho de que su perro, loro, gato, pez, cuy y tortuga se llamaran Tito, no era un sinónimo de locura, y de que no lo quería a él sólo por el extraño capricho y la enfermiza fijación que tenía con el nombre Tito desde la trágica muerte de su amigo imaginario a manos de su alter ego, el que tuvo Fernanda más o menos hasta los 16 años, que fue cuando ella convenció a dicho alter ego de suicidarse y dejarla en paz. Nada de eso. El amor de Fernanda hacia Tito era puro y verdadero, como el que le tenía a su cebra, a su ornitorrinco, a su mono «emo», o el que le había tenido a todos esos animales que desde pequeña crió, todos llamados Tito y todos muertos en extrañas circunstancias con un solo punto en común: unos terminaron comiéndose a otros por una u otra razón.
La vida de Tito al lado de Tito y los demás Titos de la casa fue una constante lucha por ser el primero, por ser el más querido. Sin embargo, era una lucha que cada vez era menos competida porque todos los animales resultaban comiéndose entre sí; reduciéndose el número de contrincantes con el paso del tiempo a tres: el gato, el perro y el esposo.
El final del gato fue en una fiesta que hizo Fernanda. Esa noche un chef asiático con cara de matón (llamado Ti-tong), obedeció de manera literal la indicación de la patrona, de Fernanda: «en la cocina está todo lo que necesitas para darle a los invitados, usa lo que quieras». Así, Tito el gato se convirtió en una bandeja de canapés que Tito el perro se comió a escondidas minutos antes de la fiesta.
El final de Tito, el esposo, ocurrió de manera inesperada como casi todas las muertes. Fue la mañana más hermosa de verano del tercer año de matrimonio en la mansión rosa, cuando sin razón aparente, Tito se lanzó desde el techo de la mansión. En el video que dejó grabado, sus últimas palabras fueron: «soy un gato, caeré en mis cuatro patas y seré famoso en youtube». Y sí, cumplió con la última parte; logró millones de visitas. Aunque nadie entiende qué estaba pensando Fernanda cuando lo subió.
Después de esta tragedia, Fernanda empezó a tener sueños extraños en los que una voz le decía que su Tito era un pescado, que estaba en un río y que en realidad no había fallecido.
Los sueños se hicieron cada vez más frecuentes y lo único que lograba anularlos era el sonido de las olas del Océano Pacífico. Así que con el tiempo Fernanda dejó su excéntrica vida y se fue a vivir a la costa, no sin antes pasar por etapas de odio y amor profundos hacia su desaparecido esposo. Atrás quedaría su Pink Inc., la fábrica de objetos rosados más grande del mundo y la única con franquicia autorizada para desarrollar ametralladoras con el logo de Barbie; todo quedaría atrás por culpa de las olas, porque con cada ola que llegaba a la playa, literalmente perdía un recuerdo. Sus vecinas Ana y María crecieron viendo como ella, la señora de la casita de al lado, cada vez entendía menos el mundo; hasta verla perdida en los enormes espacios vacíos que tenía su mente entre recuerdo y recuerdo.
Control Z.
Tito estaba ahí, disfrutando de algunos trozos de pizza en mal estado que acababa de encontrar en la caneca de basura de la esquina. Se los terminó y lanzó un erupto de perro de esos que poco se ven. Lo siguiente sería lamerse la parte habitual como lo hacía siempre; pero antes de hacerlo levantó la cabeza, miró a su alrededor y vio un gato rosado que era paseado por un hombre que claramente no era su dueño. Vio una porcelana de un perro tacita de té a punto de caerse en una vitrina y además vio que el río estaba particularmente agitado en ese momento.
Nada de eso le interesó y le parecía que había sido una pérdida de tiempo ver todas esas bobadas en vez de lamerse y lamerse, pero cuando estaba a milímetros de cumplir con su cometido, algo dentro de sí le dijo que no lo hiciera -quizás su instinto animal- y no lo hizo. Enseguida sintió la necesidad de rascarse detrás de la oreja con su pata trasera y lo hizo sintiendo tal nivel de placer, que la otra pata trasera empezó a moverse involuntariamente.
Ese fue el día más feliz de la pulga que por fin pudo volar con rumbo a un humano -uno que gateaba-, después de una vida entera en el lomo de un perro flacuchento, sucio y callejero llamado Tito.
Fin.
2 Comments
Karla
Lloré.
Diego Arenas
Lloraste? No creí que fuera tan dramática la historia.